Ars Longa, Vita Brevis
Pareciera como si los problemas de cada uno, las miserias en el mundo y todas aquellas infelicidades, provinieran de las expectativas que les tenemos. Eso que incesantemente esperamos de las cosas, de los eventos que vienen y van, pero por sobretodas las cosas: eso que esperamos de las personas, de cada quien algo distinto. Como cuando damos un abrazo que queremos inmortalizar para siempre sabiendo que con el tiempo se va perdiendo la fuerza del agarre sin algún modo de detener la vida, el paso del tiempo, la velocidad como todo viene para luego irse repetidamente. Queriendo paralizar el tiempo y así saborear las cosas más a fondo, despertando los sentidos que van haciendo memoria, intentando fijar de manera absurda lo que hace rato ya se fue porque al final del día, llega la noche y el sol se tiene que ir. Rubio efímero. Así como el abrazo que te aprieta y se va. Queriendo dejarlo intacto y de esa manera perder además la libertad. Adrede. Sin darnos cuenta que desamarrando nudos más bien recobramos la vida al hacernos libres. Como si la libertad solo pudiese venir de nosotros mismos, y no de alguien más que nos las otorgue, que nos bendiga en el nombre de Dios. Cada momento que dejamos pasar, y soltamos algo sea lo que sea, nos volvemos automáticamente libres de ello y así nos vamos liberando de todo, una cosa a la vez.
Entonces aprendemos poco a poco a abandonar los conceptos que ya no nos sirven. Que probamos una vez y quizás dos, para darnos cuenta que no nos van. Esos que han venido empaquetados desde el momento en que nacimos, los mismos que nos robaron la libertad de ser como lo es uno, así de simple y nada más. Fingiendo ser profesor de la vida misma, mostrando el camino y el cómo deberían ser las cosas desde el principio. Tapando con un dedo ese ojo que debiera ser el de un turista eterno, que nos permita ver las cosas como nuevas en cada ocasión. Siempre turistas. En nuestra propia tierra, con nuestras propias cosas, con aquellas personas a las que amamos, y ante aquellas que amamos un poco menos o de maneras distintas. La dicha de tenerlo siempre puesto, pasajero de la vida sin tiempo ni itinerario. Experimentando cosas ya vividas pero una vez más y como la primera vez. Besar los mismos labios y sentirlos ajenos en cada momento. Manejar la misma calle de mil farolas y más de cien veces y descubrir algo nuevo en cada atardecer. Sentir como los colores de la tarde saben distinto, a fresa, a naranja, a lo que sea que sabe tu amor. Visitar cada sitio con ojos nuevos, rompiendo las reglas y haciendo otras nuevas, que se rompen a la vez con cada amanecer. Moldeando el mundo a tu manera, sin fijarnos a nada, sin esperar nada a cambio, sin saber lo que viene después.
El esperar incesante a que las cosas sean de una manera precisa conlleva a la decepción. Inevitable. El tener un patrón para todas las cosas, y la noción de que si no calza no va. Deberíamos esperar mas bien a que todo fuese diferente cada vez. Como lo es la naturaleza misma que nos envuelve, nuestro propio universo cambiante, inconsistente. Hasta uno mismo, nosotros los mortales, seres frágiles, maleables. Mutantes. Nosotros los que deberíamos mas bien quitarnos la ropa y andar desnudos por la vida, y dejarnos llevar por la corriente fresca que es distinta cada vez porque sigue corriendo. Sin tregua. Y en ese viaje imprevisto hacer de lo conocido, algo extraño, una aventura que se llena de vida en las mismas aguas de siempre pero que mojan distinto. Cristalinas. Y cerrar los ojos para escuchar mejor el sonido del viento que se enreda en tu pelo dejando recuerdos, y poder sentir así la temperatura del agua, o de esa piel que tiembla cuando se pega a la tuya, a veces sobre ti. El calor húmedo de unos labios rotos que besan distinto según la hora del día. Y el amor de un corazón maleante que debería durar tan solo un instante, y un instante cada vez, y otro más… sin esperar que sea para toda la vida.